La propuesta permite analizar varios aspectos. En primer lugar, es discutible la premisa de la que se parte. Aparentemente, el comprar online sería “más riesgoso” que comprar presencialmente, aunque no se ofrece mayor evidencia de ello. Es innegable que en muchos tipos de productos los consumidores queremos tocar el producto, mirarlo desde distintos ángulos, incluso probarlo. Pero no podemos perder de vista que los canales digitales son una opción adicional a las ya existentes. Los consumidores que sean más adversos al riesgo pueden, siempre, optar por canales presenciales. En muchos otros tipos de productos, por lo demás, las compras recurrentes o las mismas plataformas (con las reseñas de productos) nos permiten tener incluso más información que la que hoy tenemos en compras presenciales.
En segundo lugar, aunque la norma señala que el consumidor deberá devolver el producto tal como lo recibió; no queda claro quién deberá asumir los costos logísticos y financieros de la devolución. Las comisiones a medios de pago o a repartidores, ¿serán deducidas de la devolución? Pareciera que esto no es posible porque la norma prohíbe “penalizaciones” por el ejercicio de este derecho. ¿Se ha evaluado el impacto financiero que puede tener la norma para los proveedores? El análisis costo-beneficio incluido en el documento es sólo cualitativo y muy general.
En tercer lugar, si la premisa es que el producto puede ser “distinto” al que la plataforma digital nos mostraba, ¿no estamos ante una falta de idoneidad? Si es así, la normativa vigente tiene herramientas efectivas para proteger al consumidor. Es importante también, analizar los incentivos que una modificación como la propuesta genera en los consumidores. Un “derecho al arrepentimiento” tan abierto puede generar incentivos para realizar compras con escasa reflexión o comparación, incrementando los costos de transacción.